Trompetas y trombones resonaban de fondo en una calle interna, mientras el tono grave de un locutor presentaba las noticias en una radio AM. Alrededor, el silencio era sepulcral. Casi al ritmo de la melodía, una mujer, entrada en años y con dificultad, intentaba sacarle brillo a un ataúd de madera, como una manera de rendir un tributo anónimo a su marido y llevar adelante el duelo obligado. La imagen, inmortalizada en la retina de quienes visitaban por esa época el lugar se repitió durante años, hasta que las trompetas, los trombones y los locutores de voz grave empezaron a apagarse, y con ellos las bóvedas -que registraron «vida» alguna vez- dejaron de albergar un solo ataúd… La muerte había ganado la batalla, otra vez.
Siempre me gustó ir al cementerio de la Chacarita; conozco todos sus recovecos
En el rincón de los recuerdos de Hernán Santiago Vizzari, historiador e investigador de costumbres funerarias, hablar de monumentos, tumbas, urnas y coronas, es normal y familiar. Se crió en el barrio de Chacarita y, ya desde chico, solía andar en bicicleta con amigos por el cementerio y presenciar escenas como esa, sin los tabúes y miedos que invaden a varios al llegar a la adultez. «Siempre me gustó estar ahí; conozco todos sus recovecos», confiesa en diálogo con LA NACION, quien después se convertiría en el dueño del primer museo funerario virtual, de habla hispana.
Cambiar partidos de fútbol, toboganes y hamacas por féretros y flores, sembró en este porteño misterios y preguntas que, de grande, lo animaron a husmear en talleres de marmoleros, carpinteros o arquitectos dedicados a vestir con su arte al lugar, atravesado por la epidemia de fiebre amarilla de 1871 y hoy posicionado como una imponente necrópolis, donde descansan cantantes de tango, artistas plásticos, actores, políticos e íconos deportivos.
Una colección envidiable
Los años le dieron conocimiento, anécdotas y experiencia, además de una colección envidiable de documentos que datan de 1800; fotos y esquelas, de 1900; postales, medallas, mapas y artículos antiguos, que lo ayudan a indagar en la historia de la ciudad y profundizar en sus ritos mortuorios. «Les doy un marco y rescato del olvido esas viejas costumbres. Es mi humilde aporte al Patrimonio de Buenos Aires», dice orgulloso, con un dejo de nostalgia.
Con ese completo CV, análogo al de un «Sherlock Holmes» de la muerte, aclara que lo que menos quiere es morir solo o rodeado de su tesoro privado, y suelta frases que dan cuenta de su verdadero propósito: que el público «pueda ver, conocer y valorar» las piezas únicas que recolectó hasta ahora, y que descubren parte de esa curiosidad alimentada en la infancia.
Por eso, llevará parte de su obra a toda sala o congreso que lo convoque y hará, como en la actualidad, trabajos de investigación histórica a pedido, basados en el archivo de época que cuida celosamente. O apuntará a reinventarse dentro de los límites que impone el rubro, con nuevos servicios (colocación de adornos florales en tumbas, bóvedas y nichos en panteones) para los que viven lejos o en el exterior. «Es una forma de estar cerca a la distancia», comenta.
Los ritos, el morbo y los porteños
Vizzari, de 39 años, no se acerca al estereotipo del ermitaño ni tampoco se muestra ajeno a lo que ocurre alrededor: simplemente se sabe «un bicho raro» dentro de la sociedad porteña. No es fácil explicar a qué se dedica la mayor parte de la semana, cuando no trabaja en la oficina que «le da de comer». Sin embargo, también sabe que logró crecer en lo suyo, un espacio de nicho, si se permite decirlo así, y convertirse en un referente.
Me siento un bicho raro, pero poco me importa el qué dirán
Naturalmente, mientras conversa, busca transmitir y compartir datos curiosos que se desprenden de su tarea. Señala, por ejemplo, que con el tiempo se perdieron varias prácticas funerarias, como las idas a los cementerios los días 2 de Noviembre (Día de los Difuntos), el de la Madre y el del Padre: «Antes eran fechas con visitas multitudinarias. Hoy esto se reduce al día de los muertos y al aniversario de muerte». Agrega, además, que el velatorio pasó a ser una costumbre casi obsoleta, como darle sepultura a la persona en tierra o bóvedas: «Muchas familias ni se hacen cargo de esto o no saben que las tienen. La mayoría se inclina a la cremación, como si fuera una novedad, cuando es una práctica de miles de años». Y sostiene que son pocos los que van a los cementerios o participan de «homenajes» a sus muertos: «Los jóvenes que merodean el lugar suelen ser góticos, y las personas mayores, cada vez son menos…son aquellos que tomaron de sus padres o abuelos la costumbre de visitarlos y la replican».
¿Cuánto espacio le destina al morbo el porteño? A su modo, cree que demasiado: «Existe una necromanía histórica acentuada, que pasa desde repatriciones de cadáveres con fines políticos, misteriosas profanaciones de tumbas y quedarse con souvenirs mortuorios (como los dientes del General Manuel Belgrano, allá por 1902) y la concurrencia masiva a ciertos funerales, hasta el culto de devoción popular a los muertos dándoles tintes milagrosos. Todo eso hace que tengamos un vínculo estrechísimo con la muerte, aunque haya muchos que todavía vean una carroza fúnebre y le hagan cuernos».
Por: Valeria Vera
Fuente: lanacion.com.ar